sábado, 29 de noviembre de 2025

El caso de Rudolf Fenz, un misterioso viajero en el tiempo (o tal vez no)

 



El caso de Rudolf Fenz es una historia que ha estado circulando hace décadas en diversos medios como revistas y periódicos, y mas recientemente en internet, un caso muy creíble apoyado por datos investigados por la policía de Nueva York. Aunque hubo varias versiones circulando con diferentes detalles, la historia original es la siguiente: 



[…]Nueva York, a las once y media de la noche en una fecha indeterminada hacia junio del año 1950. Hace calor, la gente aprovecha la bonanza veraniega para pasear por las calles o disfrutar de una de las muchas atracciones de la ciudad de los rascacielos. Esta típica estampa americana se ve súbitamente alterada por un hecho insólito, algo fuera de lo común. Entre la multitud destaca un personaje extraño, con ropas elegantes pero anticuadas, como salido de un museo, alterado, distraído, impresionado por lo que estaba contemplando. Este hombre ni siquiera siente el inminente peligro de caminar entre los vehículos que circulan raudos por las calles cercanas a Times Square. Lo inevitable sucede, el hombre ausente muere en el acto, atropellado.

timessquare.jpg

Poco después del trágico suceso, llegó la policía para realizar su ritual de costumbre, inspeccionando el cadáver, abriendo acta del caso, avisando al forense. Nada más contemplar al finado, vieron cosas que no encajaban y que presagiaban algo más que una muerte accidental. El, hasta entonces anónimo personaje, de unos treinta años de edad, yacía en el suelo vistiendo un largo abrigo negro, de tela gruesa poco apropiada para el caluroso verano, un chaleco inmaculadamente limpio y unos extraños zapatos puntiagudos con hebillas de metal. Si no fuera por lo trágico del asunto hubiera sido motivo de risas porque aquel “payaso” parecía salido de una fiesta de disfraces, sus ropas estaban sacadas de las brumas del tiempo pasado. Bueno, un loco excéntrico más que decide suicidarse entre los coches de la Gran Manzana. Todos pensaron eso, hasta que en el depósito de cadáveres se descubrió algo inquietante, el inusual contenido de los bolsillos. Billetes de banco muy antiguos, pero en perfecto estado, tarjetas de visita a nombre de Rudolf Fenz y una carta dirigida al mismo nombre con una dirección de Nueva York, fechada en 1876. Aquello comenzaba a tomar un feo aspecto, ¿Rudolf Fenz era el fallecido? ¿De dónde había salido? ¿Quién era este personaje? La policía intentó localizar a sus familiares buscando en todos los registros de la ciudad el nombre que aparecía en las tarjetas de visita.

Nadie con ese nombre vivía en la ciudad, no apareció ni rastro en la dirección indicada por la carta, ni en las guías telefónicas ni en los registros de los seguros médicos. Literalmente se puede decir que aquel hombre no existía, ningún rastro se encontró para saber algo más de él en Nueva York así que, desesperados, los investigadores recurrieron a inmigración. El nombre sonaba a algo germánico, ¿por qué no probar en Alemania? Tras la Segunda Guerra Mundial muchos alemanes emigraron al Nuevo Mundo, ¿sería Rudolf Fenz uno de aquellos recién llegados? Tras patearse muchos archivos y gastar bastante dinero en llamadas a consulados y funcionarios de Alemania, Suecia y Austria, no se logró absolutamente nada. Milagrosamente, pocas semanas después del accidente, descubrieron el nombre de Rudolf Fenz Jr. en una añeja guía telefónica de 1939. ¿Sería esta una buena pista? Lamentablemente, al acudir a la dirección marcada por la guía de teléfonos, les informaron que había fallecido hacía tiempo con más de setenta años de edad. Posiblemente se tratara del padre o algún familiar del atropellado, pensaron con un destello de esperanza los sabuesos. A pesar de todo, la cuestión no avanzó nada, hasta que el tenaz funcionario Hubert V. Rihn, del Departamento de Personas Desaparecidas, localizó a la viuda de Fenz Jr.

esquela.jpg

La declaración de ésta terminó por descolocar todo el caso. Según la viuda, el padre de su difunto marido había desaparecido sin dejar rastro allá por 1876, cuando salió a pasear y fumar un cigarrillo al anochecer, como solía hacer habitualmente. Nunca más se supo de él. Rihn revisó los archivos policiales del año 1876 para confirmar esa pista y lo que descubrió le puso muy nervioso. En un viejo informe aparecían los datos de la desaparición, tal y como la mujer la había relatado, pero había más. Una pequeña fotografía mostraba la figura del desaparecido, alguien idéntico al hombre atropellado en Times Square. A partir de aquí, la historia de Rudolf Fenz se convirtió en el caso de crononauta más “documentado”, la increíble odisea de alguien perdido en el tiempo que saltó más de setenta años en el futuro para aparecer en medio de Nueva York y morir atropellado por un automóvil, inaudita máquina para alguien del siglo XIX.[…]


¿Pero qué hay de verdad en esta historia? ¿Es verídica 100%?

Pues… No. Como lo revela el siguiente texto:


La historia comenzó a variarse, hubo hasta diez versiones distintas, los traductores se tomaban licencias e incluso añadían nuevos detalles que dotaban a la historia de mayor credibilidad aún. Se había gestado un misterio cada vez más inexplicable a la para que cuestionable. ¿Quién era realmente su protagonista? ¿Dónde empezó todo?

Por suerte, hubo un investigador londinense con residencia en Madrid que no tomó por ciertas las “verídicas” pruebas que envolvían el caso. Su nombre fue Chris Aubeck, y rastreó y recopiló toda la información que había sobre el crononauta. Mirando las fuentes de todos los artículos fue llegando hasta el relato original: un artículo publicado en los Estados Unidos para The Journal of Borderland Research en 1972. Su autor, Vincent H. Gaddis relataba el caso en primera persona anotando que su fuente inicial había sido el difunto Ralph M. Holland, de la revista Collier´s. Aubeck descubrir que ese tal Ralph M. Holland era un norteamericano nacido en 1899 que escribió muchas historias de ciencia ficción que se publicaron en varias revistas.

im-scared.jpg


Cuando parecía haber encontrado el origen contrastó que Holland no fue el creador de la historia, sino que éste se basó en una obra de ficción de un escritor llamado Jack Finney y que había publicado en 1951. Formaba parte de un relato titulado “Estoy asustado”. El escritor falleció en 1995.

La historia que había formado parte de tantas publicaciones de misterio se revelaba como uno de los primero hoax de los nuevos tiempos. ¿Cuántas historias habrá como esta?




Fuente: La historia del viajero del tiempo que tuvo engañados a nuestros padres y abuelos



El cuento original (en ingles): Im-Scared-Jack-Finney_3681.pdf










lunes, 10 de noviembre de 2025

Chad vs the gay nazis: el videojuego antiwoke del año

 




 

Y con "del año" quiero decir "prohibido en Steam, Eneba y todos los demás sitios" por xxx razones muy menores. Solo se puede comprar en el sitio web oficial del tal andypants... Si les interesa, o se atreven.

El videojuego, hecho por una sola persona (se nota) llamada andypants y que claramente busca tanto ofender a mucha gente como atraer a cierto tipo de público (aquellos que lloriquean por el “woke” y se sienten ofendidos por la diversidad en videojuegos, películas, comics o la vida real) trata sobre Chad Pierce, el protagonista, un conserje de una escuela que trata de proteger a su hija de los nazis homosexuales. Así que ya se imaginaran que muy tolerante y respetuoso no es, es homofóbico, transfóbico, racista y toda clase de intolerancias múltiples. Aparentemente -no es 100% seguro- al tal andypants le quitaron la custodia de su propia hija, quien aparece como un personaje en el propio juego.

Este video explica la controversia mucho mejor que yo.




viernes, 17 de octubre de 2025

Una Historia Romana (relato de la AGIAT)

 Un relato escrito por el usuario Howard, del universo de la AGIAT.






El aire apestaba a sangre y mierda. A Marco le ardían los pulmones cada vez que respiraba. A su izquierda, un legionario vomitaba entre espasmos, agarrándose el vientre abierto por una lanza. A su derecha, otro gritaba mientras un celta le rajaba la garganta con un cuchillo curvo.

Marco escupió un diente roto y sacó el puñado de azufre de su bolsa.

—¡Ignis orbis!

El polvo amarillo se prendió al contacto con el aire. Las llamas brotaron de sus manos, envolviendo a tres guerreros celtas que corrían hacia él. Sus pieles estallaron como cuero seco. Uno cayó de rodillas, chamuscado, los ojos derretidos. Los otros dos siguieron ardiendo en silencio, tambaleándose antes de desplomarse.

Algo le clavó la pierna. Una espina negra, gruesa como un dedo, le perforó la pantorrilla y le inyectó veneno. El dolor le subió por el muslo como un hierro al rojo.

—¡Defututa puella! —escupió.

Un celta medio quemado se abalanzó sobre él, blandiendo un hacha. Marco levantó la vara de cobre y gritó:

—¡Fulgur percute!

El rayo le reventó el pecho al hombre. La carne explotó, salpicando a Marco con trozos de costillas y vísceras. El cadáver cayó de cara al barro, humeando.

El mármol del templo brillaba bajo la luz de las lámparas de aceite. El aire olía a incienso y pergamino, el aroma de un mundo que ahora le parecía ajeno. Marco tenía apenas quince años y sostenía un cuenco de bronce entre sus manos sudorosas. Frente a él, los augures trazaban símbolos en la arena.

—Los signos son claros —dijo uno de los sacerdotes, su túnica blanca ondeando con la brisa nocturna—. Marco Aelius Felix, la voluntad de los dioses te ha elegido. Formarás parte de la Cohors Arcana.

Su corazón se hinchó de orgullo. Roma lo había llamado. Él sería un Arcanista, un verdadero Incantator al servicio del Imperio. No lo dudó ni un instante cuando los sacerdotes pintaron inscripciones en su piel y le entregaron su primera vara de cobre. No podía imaginar entonces lo que significaba realmente. No podía imaginar la sangre, el horror, la guerra.

Marco arrancó la espina de su pierna con un rugido. La carne se desgarró, dejando un agujero palpitante. No tuvo tiempo para el dolor. A su alrededor, la batalla se descomponía en pedazos.

Un legionario joven, de no más de dieciséis años, se retorcía en el suelo con una lanza celta clavada en el vientre. Sus manos, pegajosas de sangre, intentaban empujar el hierro afuera, pero solo lograban hundirlo más. Los intestinos asomaban entre sus dedos como serpientes rosadas. A su lado, un veterano de la Décima Legión forcejeaba con un celta pintado de azul, los dedos del bárbaro clavados en sus ojos. El sonido de los globos oculares reventando fue un chasquido húmedo.

Marco pisó algo blando. La cara de un compañero, medio arrancada de un hachazo. Los dientes seguían intactos, blancos en medio de la carne magullada.

La niebla druida se movía como algo vivo.

—¡Formación, malditos! —gritó alguien.

Nadie obedeció.

El jinete sin cabeza emergió de la bruma, pero Marco ya sabía cómo iba esto. No era el primero que veía. La guadaña brillaba con un líquido espeso que olía a vinagre podrido. El caballo no tenía ojos, solo agujeros negros donde deberían estar, y al respirar, salía vapor de su pecho como si dentro llevara fuego.

Un recluta de la XII Legion se orinó. El olor a orina caliente se mezcló con el de la sangre.

—¡No es real! —chilló un optio, pero su voz se quebró cuando el jinete pasó sobre dos soldados que intentaban huir. No los tocó. No los cortó. Simplemente… dejaron de moverse. Cayeron de rodillas, la piel gris, los labios morados. Muertos sin una herida.

Marco escupió. Sabía el truco. Los druidas robaban el aliento, el calor, la vida.

—Veritas revelatur —masculló, soplando el polvo de mármol.

El aire crujió. El jinete se desvaneció, pero los dos legionarios seguían muertos. Ahora sus bocas estaban llenas de espinas negras.

—¡Mierda! —Alguien vomitó.

El templo olía a incienso y a la piedra fría de los antiguos dioses. Marco tenía apenas ocho años y observaba con admiración cómo su padre, vestido con la toga de los sacerdotes, dibujaba un círculo de mármol triturado en el suelo del santuario. Sus manos eran firmes, seguras, mientras esparcía el polvo con la precisión de alguien que conocía bien su oficio.

—Toda ilusión es como el humo, Marco —dijo el sacerdote, con su voz profunda pero amable—. Si soplas lo suficiente, desaparece. Veritas revelatur.

Dibujó un símbolo con su bastón y, como si una brisa invisible hubiera cruzado la sala, las sombras en las esquinas se desvanecieron, dejando ver que no eran más que efectos de la luz de las lámparas de aceite.

—¿Y si la ilusión es muy fuerte? —preguntó Marco, fascinado.

Su padre sonrió y le revolvió el cabello con afecto.

—Entonces sopla más fuerte.

Marco avanzó entre el caos. El suelo temblaba bajo sus pies, empapado de sangre y restos humanos. A su izquierda, un incantator de la Orden de Neptuno gritaba sus propios conjuros, pero el agua no funcionaba bien contra los celtas.

A la derecha, un grupo de arcanistas de Apolo intentaban salvar a un centurión. Sus manos brillaban sobre el agujero en su pecho, pero la carne no se cerraba. Algo en la herida —quizá ars arcana druida— se lo impedía. El hombre murió escupiendo dientes.

Marco siguió adelante.

Entonces el aire se llenó de crujidos.

Los Silvanorum Ferales emergieron de la niebla, pero no como árboles, sino como cadáveres de bosque. Sus troncos estaban cubiertos de caras humanas retorcidas, restos de legionarios absorbidos. Una boca se abrió en la corteza del más cercano y escupió un chorro de ácido. Tres soldados cayeron, la carne derritiéndose de sus huesos.

—¡Testudinem! ¡A mí! —Marco no reconoció su propia voz.

Los legionarios que respondieron no eran veinte. Eran ocho. Uno de ellos tenía el brazo izquierdo colgando de un tendón. Formaron el escudo alrededor de Marco, pero sus ojos decían la verdad: no durarían.

Marco dibujó el círculo de azufre con manos que ya no temblaban. El eslabón golpeó el pedernal. Las chispas prendieron.

—Flamma, exardescas in furia deorum…

El primer Silvanorum llegó. Un escudo se partió en dos. El legionario detrás de él gritó cuando una raíz le atravesó la boca y salió por la nuca.

—¡…et in hostes nostros fulgura!

El segundo monstruo arrancó un brazo de un mordisco. El hombre, en shock, miró su hombro sangrante antes de caer de rodillas.

—¡In nomine ignis!

Alguien le agarró el tobillo a Marco. Era el legionario del brazo colgante. Le faltaba media cara. Murió arrastrándose hacia él.

—¡Ignis fiat!

El celta apareció de la nada. Su espada brilló. Marco sintió el filo rozar su costilla antes de gritar:

—¡Ignis ultor!

El fuego lo salvó. La bola de llamas redujo al celta a ceniza y al primer Silvanorum a astillas ardientes.

Pero cuando miró al cielo, supo la verdad.

Las otras bolas de fuego no eran refuerzos.

Eran últimos recursos.

Las espadas chocaban en el patio de entrenamiento. El sonido del metal resonaba en el aire mientras Marco intentaba mantener el ritmo. Su gladius era ligera, pero los legionarios eran implacables. Cada embate de sus compañeros lo hacía tambalearse.

—¡Más rápido, Incantator! —rugió el centurión, observando con los brazos cruzados.

Marco apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que uno de los legionarios le lanzara una estocada directa al torso. Elevó su escuto a tiempo, pero el impacto le entumeció el brazo. Tropezó hacia atrás, jadeando.

—¡Mantente firme! —el centurión avanzó hacia él y lo empujó con una mano firme en el hombro—. No importa cuántos conjuros conozcas, si te fallan en medio de la batalla, esta es tu única defensa.

Marco tragó saliva y alzó nuevamente su espada. Su destino no era el de un simple soldado, pero la guerra no diferenciaba entre Incantatores y legionarios. Si quería sobrevivir, tenía que aprender. Pensó en sus padres, en los dioses que lo observaban. No se permitiría fracasar.

A lo lejos, un incantator anciano se prendió fuego voluntariamente para lanzar su hechizo. Otro, con la túnica hecha jirones, se clavó su propia daga en el corazón para potenciar el conjuro.

No ganaban.

Se sacrificaban.

Marco desenvainó su gladius. La hoja reflejó el infierno alrededor.

Un barbaró llegó corriendo.

El celta atacó, su espada silbando como un látigo. Marco apenas giró a tiempo—el filo le abrió un surco en el hombro, caliente y profundo. La sangre le chorreó por el peto, pegándole la túnica a la piel.

El guerrero sonrió, mostrando dientes afilados. No llevaba armadura, solo pieles manchadas de barro y pinturas de guerra azules. Olía a sebo rancio y a hierbas amargas.

Marco retrocedió, pisando algo blando—una mano cercenada, los dedos todavía crispados. El celta aprovechó para lanzar un tajo lateral. Marco bloqueó con el escudo, pero el impacto le entumeció el brazo hasta el codo.

Demasiado rápido. Demasiado fuerte.

El dolor en su hombro le recordó que no era invencible.

—¡Incantator! —gritó alguien a sus espaldas.

No miró. No podía.

El celta volvió a la carga, esta vez con un golpe descendente que buscaba partirle el cráneo. Marco se lanzó hacia adelante, dentro del arco del ataque, y le clavó el codo en la garganta. El guerrero tosió, retrocediendo. Fue suficiente.

Marco levantó la gladius y la estrelló contra el suelo.

—¡Ignis accendatur!

El azufre residual explotó en una nube amarillenta. El metal de la espada se puso al rojo vivo en un instante, el calor chamuscándole las cejas. El celta parpadeó, confundido—

—Demasiado tarde.

Marco embistió. La hoja incandescente perforó el pecho desnudo del guerrero como mantequilla. La carne chisporroteó, soltando un humo grasiento. El hombre gritó, pero el sonido se ahogó en sangre y vapor. Sus ojos se dilataron, mirando incredulos la espada que le salía del torso.

Marco retorció el arma antes de sacarla.

El cadáver cayó de rodillas, luego de frente. La herida seguía crepitando, los bordes carbonizados. El olor a carne quemada y pelo chamuscado se mezcló con el hedor de la batalla.

Marco respiró hondo. La gladius aún brillaba, pero el fulgor se apagaba. Le ardía la mano—las ampollas ya empezaban a formarse en su palma.

No importaba.

Más allá, los Silvanorum Ferales seguían avanzando.

Era una noche fría, con el crepitar del fuego llenando la habitación de sombras titilantes. Su padre, con el rostro solemne, le habló de su abuelo, un Arcanista de Roma, un hombre cuyo último acto fue un sacrificio supremo.

—No lo vi con mis propios ojos, hijo —dijo su padre, su voz grave y solemne—, pero los hombres que pelearon a su lado me lo contaron. Dicen que cuando todo estaba perdido, cuando los escutos se quebraban y los legionarios caían, él se alzó entre las filas, con el rostro cubierto de sangre y la mirada de un hombre que ya había decidido su destino. Clavó su vara en la tierra empapada de muerte y extendió los brazos al cielo, como si invocara la furia de los dioses.

—El viento rugió, hijo, y los enemigos se detuvieron, sintiendo en sus huesos el peso de lo que estaba por venir. Su cabello ennegrecido se volvió blanco en un parpadeo, su piel se secó y su carne se quebró como una estatua antigua expuesta al tiempo. Y cuando su último aliento escapó de sus labios, el cielo ardió. Dicen que la luz fue tan brillante que cegó a todos, que el fuego se alzó como un mar devorador y redujo a los bárbaros a cenizas en un solo instante. Cuando la tempestad se disipó, solo quedó el eco de su nombre en la memoria de los supervivientes. Fue su sacrificio lo que nos dio la victoria, su poder el que mantuvo a Roma en pie.

La niebla no era niebla ya, sino sangre evaporada, roja y espesa, que se pegaba a la piel como sudor de agonía. Los últimos legionarios formaban un círculo quebrado, escudos hendidos, espadas melladas. Uno de ellos lloraba en silencio, los dedos aferrados a un vientre abierto donde asomaban tripas azules. Otro se aferraba a su brazo izquierdo, o lo que quedaba de él—una masa de carne triturada y astillas de hueso.

Y ante ellos, el coloso.

Los restos de los Silvanorum Ferales se retorcían, fusionándose en una abominación de corteza y carne. Rostros humanos sobresalían de su tronco, bocas mudas gritando en éxtasis de dolor. Las raíces no eran raíces, sino venas hinchadas de savia negra, que se arrastraban hacia los romanos como garras de un ahogado.

Marco miró atrás.

Los legionarios retrocedían.

No por cobardía.

Por instinto.

Un optio joven—el mismo que horas antes había gritado órdenes con voz firme—tropezó con un cadáver. Cayó de rodillas, mirándose las manos ensangrentadas. No se levantó.

Marco no lo culparía.

Sacó el azufre.

El último puñado.

El ritual prohibido.

—"El fuego que nace de la carne no se apaga", había dicho el papiro etrusco.

Su padre lo había quemado después de leerlo.

Pero Marco lo había memorizado.

—Ignis Aeternum.

El sabor fue como morder brasas. El azufre le quemó la lengua, la garganta, el estómago. Demasiado tarde para vomitar.

El dolor llegó después.

Como si le hubieran clavado un hierro al rojo en la médula.

Su piel se partió, revelando fuego vivo en las grietas. El aire alrededor suyo hirvió. Un druida alzó las manos, gritando un conjuro de hielo.

Los copos se evaporaron antes de tocarlo.

Marco saltó.

O intentó saltar.

Sus piernas se deshicieron en ceniza al primer paso.

No importaba.

El coloso arbóreo alzó un brazo monstruoso para aplastarlo—

—Demasiado tarde.

Marco se estrelló contra su centro, lo que quedaba de sus brazos abrazando la corteza.

—Flamma Ultima!

No hubo explosión.

Solo luz.

Blanca.

Pura.

Como el primer fuego del mundo.

Los druidas no tuvieron tiempo de gritar.

Los Silvanorum se iluminaron por dentro, como antorchas de pergamino, antes de desintegrarse.

Los legionarios cayeron al suelo, cegados.

Durante un instante eterno, todo fue silencio.

Luego, el viento.

Llevándose las cenizas de Marco Aelius Felix.

Entre los escombros humeantes, su vara de cobre yacía intacta.

El centurión Lucio, su amigo desde la infancia, la recogió con manos que no dejaban de temblar. La vara no estaba caliente. No estaba fría. Era como sostener un latido.

—Te llevaré a casa, —prometió en voz baja, aunque sabía que no era cierto. Roma no enterraba a los Incantatores caídos. Sus nombres se escribían en papiros que se quemaban en el Templo de Vulcano, para que el humo los llevara a los dioses.

Pero Lucio guardó la vara bajo su capa. Allí, donde nadie la viera.

martes, 23 de septiembre de 2025

Fanfilms: Alien (Monday), Logan the Wolf y Star Wars: Echoes of Darkness

Aprovecho de recomendarles diferentes fanfilms (cortometrajes hechos por fans... obvio) disponibles en Youtube, y con subtitulos:

  Alien (Monday): Animacion de terror.

  Logan the Wolf: Sobre el X-man favorito de la mayoria.

  Echoes of Darkness: Mediometraje sobre Star Wars, muy bueno.

martes, 2 de septiembre de 2025

Calabozos y Dragones is evil: el panico satanico de los años 80´s

 

La escuela donde adoraban a Satanas y otras cosas innombrables



Antes les recomiendo leer esta otra entrada.

32A.jpg
(...) La publicación de Michelle recuerda resultó en una auténtica histeria colectiva, con el presentador Geraldo Rivera afirmando que el territorio estadounidense albergaba a más de un millón de satanistas que practicaban actos execrables, rodaban pornografía infantil y, probablemente, votaban Demócrata. Por si alguien se pregunta cómo pudo germinar tamaño dislate, señalemos que las circunstancias lo propiciaban. La fascinación de los 60 y los 70 por el esoterismo no sólo había resultado en un boom de la literatura de terror y en películas como La semilla del diablo y El exorcista, sino también en el auge de predicadores como Mike Warnke, un orondo veterano de Vietnam que había llegado a la fama en 1973 con su libro The Satan Seller, relatando una infancia martirizada por Lucifer y sus adoradores. Súmese a todo ello al giro a la derecha emprendido por la sociedad de EE UU y que, un año más tarde, acabaría poniendo a un actor de películas de vaqueros en el Despacho Oval. Un actor que, además, cazaba votos codeándose con unas iglesias evangélicas en pleno revival milenarista, convencidas de que la proximidad del siglo XXI traía consigo los signos del Apocalipsis. Esos fueron los ingredientes de una receta que acabó conociéndose como “Satanic Panic”.

Aunque felizmente olvidado a día de hoy, este pánico satánico llegó a extremos de delirio: en 1990, las denuncias relacionadas con sectas diabólicas y similares rondaban el millar. Convencido (o tal vez no…) de haber descubierto una conspiración a gran escala, Lawrence Pazder viajó a Roma para entrevistarse con jerarcas de la Iglesia Católica, y al millón y pico de euros (ajustados a la inflación y al cambio actual) que se había embolsado como adelanto por el libro se sumaron sabrosas regalías procedentes de sus labores como asesor en investigaciones sobre cultos impíos. Sólo uno de dichos casos llegó a los tribunales, y fue el más grotesco de todos. Pero, antes de repasar su terrible historia, nos centraremos en otra manifestación de esta fiebre, que podría ser de lo más ridícula si no fuese porque en ella medió una muerte de verdad.

Roleros suicidas invocando a Belcebú

Uno de los aspectos más crueles del ‘Satanic Panic’, y el que más delataba su condición como criatura de la Guerra Fría, era su búsqueda perpetua de enemigos ocultos. De la misma manera que, en los 50 y los 60, cierta clase de estadounidenses vivían en el terror de que su vecino pudiese ser un agente de Moscú, los cazadores de brujas reaganianos y ochenteros pensaban que cualquier pacífico ciudadano podía pasar sus ratos libres degollando niños vestido con una túnica negra. Y también, especialmente, que cualquier forma de cultura pop era un transmisor en potencia de mensajes luciferinos. De ahí viene esa obsesión por los presuntos mensajes subliminales ocultos en discos de Metal, por cuya causa los Judas Priest se sentaron en el banquillo y Ozzy Osbourne aguantó una demanda que no llegó a juicio: tanto los autores de Breaking The Law como el vocalista de Black Sabbath fueron acusados de incitar a sus fans al suicidio en nombre de Belcebú. Algo que, en palabras de Ozzy, podría obedecer a una causa más sencilla: “Seguro que ese chaval [John Daniel McCollum, un ‘heavy’ californiano que se pegó un tiro en la cabeza a los 19 años] estaba ya jodido antes de escuchar mis discos”.

La oleada anti-Metal de los 80 fue un fenómeno largo y complejo, merecedor de su propio artículo. Por ello, pasamos página y constatamos que no sólo los discos con monstruos cornudos en la portada padecieron estas inquisiciones: desde los Másters del Universo hasta Los Osos Amorosos (cuyo filme de 1985, el primer largometraje con licencia juguetera estrenado en pantalla grande, fue cuestionado por contar con un espíritu maligno como villano), pasando por los Thundercats, Star Wars y Mi pequeño Pony, fueron docenas los artículos para consumo infantil y juvenil que acabaron en el punto de mira. Como testimonio de todo ello queda Turmoil in the Toybox, un libro-exploitation de 1984 firmado por un tal Phil Phillips.

Entre otros objetivos más o menos fáciles, Turmoil in the Toybox apuntaba al juego más temido por los padres de familia yanquis durante la primera mitad de los 80. Hablamos, claro, de Dungeons & Dragons (o Dragones y Mazmorras, si lo prefieren). Como sabe todo aquel que haya agitado alguna vez un dado de doce caras, la invención de Gary Gygax y Dave Arneson fue durante muchísimo tiempo una de las manifestaciones más asépticas de los juegos de rol: salvo el ocasional monstruo tentaculado o esas sacerdotisas elfas oscuras con sus modelitos de cuero, sus ambientaciones oficiales han presentado muy raras veces aspectos polémicos o políticamente incorrectos. Desde luego, sólo una persona muy malintencionada, muy estúpida o muy desesperada podría ver allí un material concebido para seducir adolescentes, empujándoles a adorar a Satán (o a la diosa-araña Lolth, que viene a ser lo mismo) y, en último extremo, al suicidio.

El problema era que Patricia Pulling estaba desesperada. En 1982, esta detective privado residente en Richmond (Virginia) sufrió el dolor más extremo que puede aquejar a un ser humano: el suicidio de su hijo Irving Lee Pulling. Para colmo, la pistola que el joven había usado para dispararse en el pecho era propiedad de su propia madre. En otras circunstancias, alguien habría llamado la atención sobre la precaria estabilidad mental de Irving: el chaval presentaba rasgos de conducta tales como su propensión a maltratar animales (un mes antes de su muerte, había matado con sus propias manos a varios conejos criados por sus padres, así como al gato de un vecino) y la costumbre de aullar, en pelotas y bajo la luz de la luna, en el patio trasero del domicilio familiar. Pero Patricia, que había ignorado estos signos cuando el chico estaba en vida, también decidió hacer caso omiso de ellos tras su muerte. La detective tenía muy claro por qué su chaval se había pegado un tiro: a causa de una ‘maldición’ que un compañero de juego le había lanzado durante una partida de Dungeons & Dragons en su instituto.

Ante la tragedia, Patricia Pulling reaccionó demandando al centro donde estudiaba su hijo, primero, y después fundando una asociación a la que bautizó como ‘Bothered About Dungeons And Dragons’ (efectivamente: su acrónimo es BADD). Desde entonces, Pulling dio charlas, escribió boletines y apareció como tertuliana en horario de máxima audiencia, repitiendo siempre el mismo mensaje: los juegos de rol eran herramientas usadas por sectas satánicas para reclutar adeptos. Por las razones que fuesen, muchos se apuntaron a seguirla en su cruzada. Telepredicadores, periodistas, candidatos a fiscal del distrito, supuestas eminencias como el fraudulento psiquiatra Thomas Radecki (una suerte de doctor Rosado yanqui y ochentero, para quien los jugadores de D&D formaban “un culto de la violencia”) o figuras tan inefables como Jack Chick, el dibujante más querido por la derecha religiosa estadounidense, pasaron a afirmar que rellenar una hoja de personaje y besar al Gran Cabrón en el ojo que no tiene niña era todo uno. Angelitos: menos mal que se quedaron en las cosas de Greyhawk y alrededores, porque si llegan a mirar el manual de La llamada de Cthulhu, nadie les libra de tirar Cordura.

Paradójicamente, a la industria del entretenimiento le faltaron minutos para sacar tajada de esta caza de brujas. En el mismo 1982, mientras TSR (la editorial responsable de D&D) publicaba comunicados y expurgaba sus libros para eliminar de ellos cualquier referencia diabólica, se estrenó un telefilme del cual todos hemos oído hablar: Monstruos y laberintos. Efectivamente, se trataba de esa película en la cual Tom Hanks pierde la chaveta, adoptando la identidad de su personaje y quedándose majara para los restos. En realidad, Monstruos y laberintos no tenía nada que ver con el caso Pulling, sino con otro incidente rolero acaecido en 1979: la desaparición del universitario James Dallas Egbert, otro joven con problemas mentales que acabaría suicidándose.

Aun así, la popularidad de Monstruos y laberintos subió como la espuma debido a la histeria satánica… y acabó jugando un papel en su final: en un comunicado de prensa, el antedicho psiquiatra Thomas Radecki citó la novelucha en la que estaba basado el filme como si fuera un reportaje sobre los estragos del rol. Este detalle, sumado a la obvia paranoia de la señora Pulling (siempre dispuesta a afirmar que Richmond era un nido de satanistas) y a las inconsistencias de su argumentario, llevó a la lenta extinción del pánico rolero a lo largo de los 80. Pese a ello, los dados raros y los dungeon masters siguieron despertando la desconfianza de los padres de familia durante bastantes años, tanto en EE UU como en otros países.

En España, sin ir más lejos, tuvimos nuestra propia versión de este fenómeno en 1994, cuando el llamado ‘Crimen del Rol’ dio material abundante a columnistas y todólogos. Entre ellos a Rafael Torres, quien definió estos modos de ocio como “ideados para imbéciles profundos, o bien para volver profundamente imbécil al que todavía no lo es” en una memorable columna para El Mundo. Claro que, en esta ocasión, se trataba de una simple pataleta reaccionaria que no buscaba sus pretextos en lo Oculto, sino en la mera inducción del miedo en las clases medias. Estrategia ésta que (según se mire) puede dar más miedo que Satanás.

La guardería de los horrores

Según hemos comentado antes, sólo un caso de ‘abuso ritual satánico’ llegó a traducirse en un proceso judicial. Y, como también avisábamos, se trata de una historia realmente terrorífica. Algo debido, no a sus posibles implicaciones sobrenaturales, sino a la certera imagen que ofrece de los efectos que la información no contrastada (o carente de escrúpulos) puede surtir sobre una masa ya predispuesta a creer lo que sea, siempre que haya tridentes y pentagramas de por medio. Prepárense, lectores, para conocer el espeluznante caso de la guardería McMartin.

En 1983, la palabra “espeluznante” no habría sido aplicable al establecimiento, al menos que sepamos: regentada por tres generaciones de la familia que le daba nombre, y con un alumnado medianamente numeroso, la guardería era uno más de los centros de cuidado infantil de Manhattan Beach, una población bastante pija del condado de Los Ángeles. Esta situación cambió drásticamente cuando Judy Johnson, la madre de uno de los pupilos, acusó al cuidador Ray Buckley de haber violado a su hijo. Las acusaciones de Johnson contra Buckley (hijo de Peggy McMartin, administradora del centro, y nieto de Virginia McMartin, su fundadora y propietaria) fueron incrementando su gravedad, así como extendiéndose a todo el personal de la guardería.


"Son las diez de la noche. ¿Sabes dónde están tus hijos?"

En 1984, cuando empezaron las vistas preliminares del caso, Johnson afirmaba cosas más allá de los límites de lo imaginable: según afirmaba, el cuidador y sus compañeros no sólo habían sodomizado y torturado a los pequeños, sino que también les habían hecho presenciar actos espantosos. Sacrificios de bebés y de animales, profanaciones de iglesias, levitaciones propiciadas por el poder del Mismísimo… Todos esos hechos habían sido presenciados por los alumnos de la guardería según la demandante. Una demandante de la cual tal vez convendría citar un detalle: Judy Johnson estaba diagnosticada como esquizofrénica paranoide, y era alcohólica.

Pese a la poca fiabilidad de Johnson, el proceso siguió adelante. Pese a que los interrogatorios de las presuntas víctimas, efectuados por un centro de psicología infantil especializado en abusos, se revelaron al cabo del tiempo como impropiamente sugestivos, cuando no insistentes hasta la coacción, el proceso siguió adelante. Y, aunque la demandante murió en 1986 a consecuencias de su dependencia del alcohol, el juicio contra la guardería McMartin llegó a incluir episodios tan delirantes como una excavación en torno al local: según la difunta Johnson, el centro estaba lleno de túneles que Ray Buckley y el resto del personal empleaban para conducir a los niños hasta sus rituales. La insistencia de los padres, aterrorizados por la posibilidad de que sus retoños estuvieran viviendo su propio remake de Michelle recuerda, lo exigía. Es interesante decir, a todo esto, que nuestros viejos conocidos Michelle Smith y Larry Pazder se habían reunido con varios de esos padres (acompañados de sus retoños, los mismos que debían testificar) antes del comienzo de las vistas orales, sentenciando que aquello era un caso de “abuso ritual satánico” con todas las letras. Ante semejante afirmación, procedente de dos expertos, ¿qué cabía añadir?

La prensa californiana también estaba hambrienta de carroña. Su cobertura de los hechos fue tan parcial que llevó a David Shaw, periodista de Los Angeles Times, a realizar una serie de reportajes condenando la actitud de su propio periódico ante el juicio y sus repercusiones. El director del Times, David Rosenzweig, era el novio de la fiscal encargada del caso. A Shaw acabaron dándole el Pulitzer.

El juicio contra los McMartin se prolongó durante siete años: aún hoy queda como el proceso judicial más largo de la historia de Estados Unidos. Las pruebas fueron insuficientes, las declaraciones, contradictorias, y algunos de sus momentos cumbre resultaron directamente irrisorios, como aquel en el que uno de los niños señaló una fotografía de Chuck Norris, afirmando que aquel hombre había estado presente en las ceremonias satánicas. En total, 360 de los 400 pequeños que acudían al centro afirmaron haber sido víctimas de Buckley y sus compañeros, pese a que ninguno de ellos presentaba signos de agresión, bien sexual, bien de cualquier otro tipo. En el asunto también mediaron perjurios de testigos (un compañero de celda de Ray Buckley trató de obtener una reducción de pena afirmando que éste había confesado en la cárcel) y fallos de procedimiento, cuando no la ocultación de pruebas por parte del ministerio público: Robert Philibosian, fiscal del distrito de Los Ángeles, se enfrentaba a unas elecciones difíciles que, pese a todo, acabaría perdiendo. Y, durante aquellos 84 meses, las acusaciones contra otras guarderías y centros de educación infantil brotaron como setas a lo largo y ancho de EE UU. Según cientos de padres y madres, sus pequeñuelos estaban siendo azotados, cubiertos de orina y excrementos, penetrados con utensilios de cocina.

Ninguna de dichas acusaciones, más propias de Los 120 días de Sodoma que de un escenario típico de abusos sexuales, pudo probarse. Y las acusaciones contra los McMartin, tampoco. En 1990, cuando Judy Johnson ya era menos que polvo y tras una larguísima deliberación del jurado, los siete acusados fueron absueltos por falta de pruebas. Ray Buckley había pasado siete años en prisión. La guardería, cerrada desde el comienzo del proceso, fue demolida. Los McMartin lo habían perdido todo.

Pese a este final desolador, la historia tuvo consecuencias positivas: el proceso McMartin queda como el último estertor del 'Satanic Panic'. El manifiesto absurdo que lo envolvió terminó provocando en el público una sensación que nos gustaría describir como “ultraje”, pero que tal vez sería más calificable de “hartazgo”. Habían pasado diez años desde la publicación de Michelle recuerda, la Primera Guerra del Golfo estaba a punto de comenzar y a la superpotencia le había llegado el momento de buscarse nuevos demonios. Ese mismo año, Lawrence Pazder (el hombre cuyo afán de notoriedad había desatado la locura) concedió una entrevista a The Mail On Sunday en la que, tibiamente, dejaba caer que tal vez sus afirmaciones de 1980 no hubieran sido del todo atinadas. “A todos nos gustaría probar o desmentir los hechos, pero, a la postre, eso no es importante”, afirmó. Como suele decirse, el Demonio está en los detalles.

Recientemente el "Satanic Panic" fue recordado en la popular serie Stranger Things, ambientada en los 80´s.




jueves, 14 de agosto de 2025

James Randi, proyecto Alfa y el fin de la investigacion paranormal

 


Si eres un interesado de los poderes paranormales, o por el lado contrario, eres un escéptico confirmado, quizás te suene el nombre de James Randi (1928).

Randi es un mago, escritor, científico y escéptico muy conocido en todo el mundo. Su mayor objetivo es el de sacar a la luz todos los fraudes paranormales y someterlos a pruebas científicas para demostrar su falsedad. Es mundialmente conocido por haber desvelado al gran fraude Uri Geller, el famoso doblador de cucharitas.

Hoy en día, son muchas las personas que se aprovechan de la credulidad de la gente para sacar provecho económico. Dicen poseer poderes paranormales y divinos para ganar dinero. Magos, psíquicos, mentalistas, brujos, sanadores, etc. Hay miles de casos, y son cientos de casos distintos los que James Randi se ha ofrecido a someter a su prueba del millón de dólares: una demostración de cualquier poder paranormal bajo control científico. ¿Cuántas personas se han llevado el premio? Ninguna. El desafío lleva muchos años vigente, y en 2010 dejará de existir ya que Randi considera que ese dinero podría estar invertido en otras cosas mucho más importantes.

Podríamos pasar horas hablando de los hechos y logros de James "El asombroso" Randi, y no dudo que mas adelante dedique artículos a sus proezas, (desenmascarando a Peter PopoffJames HydrickUri Geller, etc) pero esta vez me centraré en un proyecto que llevó a cabo en la década de los ochenta para reivindicar el cese de la creciente aparición de estudios universitarios centrados en lo paranormal, y experimentos "científicos" en los que cada vez más, surgían nuevos super-hombres con poderes. James Randi estaba seguro de que se trataba de personal no cualificado que ponía a prueba a charlatanes hábiles que se aprovechaban de estos científicos de probeta y tubo de ensayo.

  

EL PROYECTO ALFA DE JAMES RANDI

Todo empieza con la creación en 1979 del Laboratorio de investigación paranormal McDonnell (crédulo que previamente donó medio millón de dólares) en la Universidad Washington en Missouri. La función del laboratorio era testar a aquellos que aseguraban tener poderes paranormales, centrándose sobretodo en jóvenes. Esto repateó a James Randi, que se preocupó de advertirles que muchos intentarían aprovecharse, y que emplearan mucho rigor y profesionalidad en sus pruebas. El laboratorio pareció no hacer mucho caso a las palabras de Randi y continuó con su trabajo.

Desde su fundación, el laboratorio vió pasar a muchos fanfarrones y charlatanes que intentaban aprovecharse y darse a conocer, pero había dos sujetos, en los que decidieron centrarse, que mostraban verdaderos poderes paranormales. Eran Steve Shaw y Michael Edwards. Lo que los científicos no sabían era que ambos eran magos aficionados y que habían sido enviados secretamente por James Randi. Éste, que les había conocido durante sus giras y actuaciones como mago, les había enseñado como evitar las condicionantes de las pruebas científicas para poder llevar a cabo sus "trucos" paranormales, siempre y cuando los científicos cometieran pequeños errores de rigurosidad, que efectivamente cometieron como Randi predijo. Sólo les puso una norma: si les preguntaban directamente como lo hacían, debían decir la verdad. Nunca se lo preguntaron.

Las pruebas a ambos sujetos eran diversas: Doblar cucharas (empleando juegos de manos, persuasión, cambios de etiquetas), adivinar el contenido de un dibujo dentro de un sobre grapado (les dejaban solos y simplemente quitaban las grapas, lo veían y las volvían a poner), producir cambios en la llama de un mechero (soplando, moviendo la mesa en la que estaba puesto, creando ráfagas de viento), mover papeles encerrados en urnas (urnas no bien aisladas, con pequeños huecos por los que soplaban y producían movimiento) o crear imágenes en fotos con su mente (se ponían muy cerca de la lente y escupían).

Para mediados de 1981, Shawn y Edwards eran muy conocidos en el mundo paranormal. El más alto cargo del laboratorio Peter Phillips pidió consejo al propio James Randi y a la parapsicología para determinar los poderes de los dos sujetos. Randi le contestó diciendo que podían tratarse de dos magos aficionados usando trucos, y dejó caer que en realidad él les había enviado. Las opiniones eran dispares y nadie le creyó, y para aquel entonces la popularidad de Shawn y Edwards era muy grande, incluso sabiendo que el laboratorio cambió los protocolos para la realización de los tests, de forma que a ambos les era imposible engañar o despistar a los científicos.

 James Randi decidió poner fin a la farsa en la revista "Discover" y también lo hizo en directo en un evento ante cientos de universitarios y cámaras de televisión. Randi, situado junto a los dos muchachos, les pregunta como lo hacen, y ellos responden que son trucos. Concretamente Randi les dijo: "¿Cómo lo hacéis?", a lo que uno de ellos contestó: "Siendo honesto, hicimos trampas". La reacción del público es inquietante.

En cuanto a la repercusión, los científicos implicados negaban el hecho, argumentando que Randi había obligado a los dos "mentalistas" a mentir, y que ellos no conocían a Randi. El efecto en el mundo de la parapsicología fue muy negativo. Randi finalmente concluyó el tema argumentando que el problema fue la falta de profesionalidad y rigurosidad de los científicos encargados de realizar los tests, y aseguró que se cumpliría su objetivo que era que a partir de ahora no volviese a pasar. Muchos parapsicólogos le atacaron por considerar el proyecto de destructivo y nefasto, pero otros le felicitaron gratamente.


James Randi desenmascara a un estafador religioso

James Randi explica la homeopatia